lunes, 13 de mayo de 2013

La noche que ganó Kid Pambelé


HOLGER ALEJANDRO PARRA GUALDRÓN | Escritor y Filósofo | Publicado el 6 de junio de 2013
El 28 de octubre de 1972 sabría por fin mi nombre. Papá estaba atento el día más importante de su vida. Decía: – mijo, de esta pelea depende cómo se llamará. Sabía que era una pelea de Boxeo. Durante años  algunos  niños no jugaron conmigo porque no tenía un nombre. Andrés y el negro Anselmo eran los únicos con los que jugaba a tin tin corre corre. La gente del barrio me llamaba por apodos. De vez en cuando me decían Junior. Cuando papá quería algo movía la cabeza y eso para mí era suficiente. A veces significaba  ir a la tienda por unos cigarrillos. En el colegio sucedía lo mismo. Minutos antes de llamar a lista, la profesora observaba  y al igual que papá, movía la cabeza.
            Cuando cumplí diez años Brasil perdió el mundial contra Italia. Eso significaba que no me llamaría Pelé. Tampoco Franconni porque a papá no le gustaba cómo jugaban los italianos. Decía – mijo, no permitiré que su nombre sea el de un perdedor. Esperemos a que uno de mis pupilos gane y así se llamará. En la lista tenía  jugadores de fútbol, atletas y uno en especial al que papá le tenía fe. Era un tipo de ojos de sapo. Un tal Antonio Cervantes. Papá se la pasaba diciendo que escribía mejor con los guantes que Miguel de cervantes. Que si eran primos por eso de ser Cervantes, pues que donde  estuviera el tal Miguel debería estar orgulloso de un mulato que cascaba duro. Era lógico, pues a veces el Boxeo tenía algo de literatura.
La noche del 72, como mi papá la llamó, era un encuentro de familiares y desconocidos. Papá reunió a toda la cuadra del barrio para ver la pelea de “Kid Pambelé” contra el Panameño Alfonso "Pepermint" Frazer. Sí algo sabía esa noche era que estaba condenado a que me llamaran por el resto de mi vida como alguno de esos campeones de las narices chatas. En mi caso no tenía ni la nariz chata y tampoco pegaba tan fuerte. Era un simple niño que le gustaba tirarle piedras a las puertas de los vecinos y salir corriendo. Prefería no tener nombre por el resto de mis días. Me daba escalofrío cada vez que imaginaba el día del grado y me llamaran por el micrófono: “el joven Kid Pambelé acercarse por el diploma”. Si algún día me casaría no quería que el cura dijera: “¿La señora NN acepta al señor Pepermint?” Mi vida estaba en el rin a punto de ser un héroe o la burla de un mundo que olvidaría a esos personajes. No quería llegar a viejo con el nombre acuestas de un mito pródigo de Cartagena. Era suficiente con que movieran la cabeza.
Cuando comenzó la pelea papá sonreía. Mamá solo repartía pasa bocas y cerveza a los invitados. Mis tías reían como  hienas. Los vecinos estaban ahí porque era el único televisor Sankey que había en el barrio. En la pantalla resaltaba Pambelé. Papá modificó el contraste del televisor y se notaba el negro en la pantalla. Los amigos se la pasaban diciendo – Así es como se ven las estrellas tan relucientes como un Sankey. En el primer raund deseaba que comenzara a llover y el televisor se quemara. Que por alguna razón en Panamá temblara y la pelea se cancelara. Cada vez que Pambelé apuntaba con su izquierdazo, rogaba al señor de camisa a rayas que le diera un desmayo. Me daban náuseas y parecía que los puños iban contra mí. Todo andaba mal. En el tercer raund, el público de la pelea en Panamá gritaba el nombre Pambelé  y lo daban por ganador. El moderador  gritaba Colombia y prefería llamarme como mi país, pensé. En la casa y en Panamá gritaban a dos horas de diferencia “Pambelé”. En mi caso sólo quería que cada cinco minutos  enfocaran a la señora de gafas retro. La imaginaba como la salvadora de mi vida. Quería besarla y olvidarme de lo que sucedía. El lugar se agitaba y cada cinco minutos el silencio retornaba cuando la enfocaban. Papá me observaba victorioso. Mamá seguía repartiendo  pasa bocas. Su rostro demostraba el repudio hacia el boxeo y el resto de aficiones de papá. Cada vez que pasaba por mi lado me abrazaba como si mi nombre fuera Alejandro o Javier. Durante los comerciales de detergentes, los amigos de papá decían  que en el futuro con un poco de ejercicio y dedicación también podría llegar a pesar 140 libras. Que sí a los 15 años ganaba el inter – barrios en peso mosca la tendría clara en los torneos departamentales. Lo único que sabía era que tenía el peso mocoso y no llegaría ni a cascarle a un muñeco de hule con mis brazos de chamizo.
En el quinto raund Pambelé conectó su famoso izquierdazo traicionero como un disparo de revólver. La multitud parecía un grupo de somalíes a los que  rescataba una ONG. La señora de gafas retro seguía con la seriedad del silencio. Mamá preparaba más pasa bocas en la cocina. Todo  pasaba en un momento de euforia y melancolía. Los niños del barrio me señalaban como un bicho raro. Nada ocurría en el momento que quería la destrucción del año 72. No soportaba la presión de mi pecho al ver cómo caía el panameño ante más de seiscientos mulatos. Seguramente sería el día más triste para Panamá. Tal vez en ese momento un padre lloraba porque no podría llamar Frazer a su primogénito. Era  seguro que le tocaría nombres como Edson Orantes Do Nacimiento. Quizá esperarían cuatro años más para qué Brasil ganara un mundial.
Entonces sucedió lo irreversible, el panameño cayó. Se retorcía como un niño enfermo. Pambelé bailaba en el rin con ese pasito de costeño. Papá lo imitaba y los demás le seguían el paso. Quería que por razones extrañas todos en la casa se retorcieran como Frazer. Sentía el dolor de la derrota. Cerré mis ojos como cuando jugábamos con papá a la gallina ciega. Me alejé dando pequeños pasos. Cuando abrí los ojos, papá le daba puñetazos al televisor y la gente le decía que eso era problema de la luz. Otros aseguraban que el televisor se había quemado. Entonces sonreí por primera vez en dos horas de combate. Papá se acercó y me dijo que según la tradición de la familia esperaríamos cuatro años más. Que le apostaríamos a Colombia en el futbol. Lo único claro es que desde ese día, la selección Colombia no ha ganado un mundial y hasta el momento todo el mundo me saluda con la cabeza.
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HOLGER ALEJANDRO PARRA GUALDRÓN | Escritor y Filósofo | Publicado el 6 de junio de 2013
El 28 de octubre de 1972 sabría por fin mi nombre. Papá estaba atento el día más importante de su vida. Decía: – mijo, de esta pelea depende cómo se llamará. Sabía que era una pelea de Boxeo. Durante años  algunos  niños no jugaron conmigo porque no tenía un nombre. Andrés y el negro Anselmo eran los únicos con los que jugaba a tin tin corre corre. La gente del barrio me llamaba por apodos. De vez en cuando me decían Junior. Cuando papá quería algo movía la cabeza y eso para mí era suficiente. A veces significaba  ir a la tienda por unos cigarrillos. En el colegio sucedía lo mismo. Minutos antes de llamar a lista, la profesora observaba  y al igual que papá, movía la cabeza.
            Cuando cumplí diez años Brasil perdió el mundial contra Italia. Eso significaba que no me llamaría Pelé. Tampoco Franconni porque a papá no le gustaba cómo jugaban los italianos. Decía – mijo, no permitiré que su nombre sea el de un perdedor. Esperemos a que uno de mis pupilos gane y así se llamará. En la lista tenía  jugadores de fútbol, atletas y uno en especial al que papá le tenía fe. Era un tipo de ojos de sapo. Un tal Antonio Cervantes. Papá se la pasaba diciendo que escribía mejor con los guantes que Miguel de cervantes. Que si eran primos por eso de ser Cervantes, pues que donde  estuviera el tal Miguel debería estar orgulloso de un mulato que cascaba duro. Era lógico, pues a veces el Boxeo tenía algo de literatura.
La noche del 72, como mi papá la llamó, era un encuentro de familiares y desconocidos. Papá reunió a toda la cuadra del barrio para ver la pelea de “Kid Pambelé” contra el Panameño Alfonso "Pepermint" Frazer. Sí algo sabía esa noche era que estaba condenado a que me llamaran por el resto de mi vida como alguno de esos campeones de las narices chatas. En mi caso no tenía ni la nariz chata y tampoco pegaba tan fuerte. Era un simple niño que le gustaba tirarle piedras a las puertas de los vecinos y salir corriendo. Prefería no tener nombre por el resto de mis días. Me daba escalofrío cada vez que imaginaba el día del grado y me llamaran por el micrófono: “el joven Kid Pambelé acercarse por el diploma”. Si algún día me casaría no quería que el cura dijera: “¿La señora NN acepta al señor Pepermint?” Mi vida estaba en el rin a punto de ser un héroe o la burla de un mundo que olvidaría a esos personajes. No quería llegar a viejo con el nombre acuestas de un mito pródigo de Cartagena. Era suficiente con que movieran la cabeza.
Cuando comenzó la pelea papá sonreía. Mamá solo repartía pasa bocas y cerveza a los invitados. Mis tías reían como  hienas. Los vecinos estaban ahí porque era el único televisor Sankey que había en el barrio. En la pantalla resaltaba Pambelé. Papá modificó el contraste del televisor y se notaba el negro en la pantalla. Los amigos se la pasaban diciendo – Así es como se ven las estrellas tan relucientes como un Sankey. En el primer raund deseaba que comenzara a llover y el televisor se quemara. Que por alguna razón en Panamá temblara y la pelea se cancelara. Cada vez que Pambelé apuntaba con su izquierdazo, rogaba al señor de camisa a rayas que le diera un desmayo. Me daban náuseas y parecía que los puños iban contra mí. Todo andaba mal. En el tercer raund, el público de la pelea en Panamá gritaba el nombre Pambelé  y lo daban por ganador. El moderador  gritaba Colombia y prefería llamarme como mi país, pensé. En la casa y en Panamá gritaban a dos horas de diferencia “Pambelé”. En mi caso sólo quería que cada cinco minutos  enfocaran a la señora de gafas retro. La imaginaba como la salvadora de mi vida. Quería besarla y olvidarme de lo que sucedía. El lugar se agitaba y cada cinco minutos el silencio retornaba cuando la enfocaban. Papá me observaba victorioso. Mamá seguía repartiendo  pasa bocas. Su rostro demostraba el repudio hacia el boxeo y el resto de aficiones de papá. Cada vez que pasaba por mi lado me abrazaba como si mi nombre fuera Alejandro o Javier. Durante los comerciales de detergentes, los amigos de papá decían  que en el futuro con un poco de ejercicio y dedicación también podría llegar a pesar 140 libras. Que sí a los 15 años ganaba el inter – barrios en peso mosca la tendría clara en los torneos departamentales. Lo único que sabía era que tenía el peso mocoso y no llegaría ni a cascarle a un muñeco de hule con mis brazos de chamizo.
En el quinto raund Pambelé conectó su famoso izquierdazo traicionero como un disparo de revólver. La multitud parecía un grupo de somalíes a los que  rescataba una ONG. La señora de gafas retro seguía con la seriedad del silencio. Mamá preparaba más pasa bocas en la cocina. Todo  pasaba en un momento de euforia y melancolía. Los niños del barrio me señalaban como un bicho raro. Nada ocurría en el momento que quería la destrucción del año 72. No soportaba la presión de mi pecho al ver cómo caía el panameño ante más de seiscientos mulatos. Seguramente sería el día más triste para Panamá. Tal vez en ese momento un padre lloraba porque no podría llamar Frazer a su primogénito. Era  seguro que le tocaría nombres como Edson Orantes Do Nacimiento. Quizá esperarían cuatro años más para qué Brasil ganara un mundial.
Entonces sucedió lo irreversible, el panameño cayó. Se retorcía como un niño enfermo. Pambelé bailaba en el rin con ese pasito de costeño. Papá lo imitaba y los demás le seguían el paso. Quería que por razones extrañas todos en la casa se retorcieran como Frazer. Sentía el dolor de la derrota. Cerré mis ojos como cuando jugábamos con papá a la gallina ciega. Me alejé dando pequeños pasos. Cuando abrí los ojos, papá le daba puñetazos al televisor y la gente le decía que eso era problema de la luz. Otros aseguraban que el televisor se había quemado. Entonces sonreí por primera vez en dos horas de combate. Papá se acercó y me dijo que según la tradición de la familia esperaríamos cuatro años más. Que le apostaríamos a Colombia en el futbol. Lo único claro es que desde ese día, la selección Colombia no ha ganado un mundial y hasta el momento todo el mundo me saluda con la cabeza.

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