sábado, 11 de mayo de 2013

Las garrapatitas moradas de Cem Anos de Solidão


JUAN VILLAMIL | Escritor y Redactor de El espectador| Publicado el 6 de junio de 2013

¿Cuánto del propio traductor hay en las páginas de una obra traducida? En la belleza –y la desolación– de estos versos: Aguardo, ecuánime, lo que no conozco/ mi futuro y el de todo/ En el final todo será silencio, salvo/ donde el mar bañe la nada, ¿cuánto hay de Ricardo Reis y cuánto del traductor, que no vemos? ¡¿Cuánto de Fernando Pessoa?! ¿Cuánto de Alberto Caeiro y de Álvaro de Campos? Tal vez no hemos leído a José Saramago en realidad. La parca de Las intermitencias de la muerte, ¿en qué versión mata con el contacto de un beso, compungida, a una bellísima agonizante? Y el hombre duplicado, ¿fue tantas veces duplicado en su versión original?

Son preguntas al aire, que mil estudiosos de la obra de Pessoa o Saramago podrían responder en un abrir y cerrar de ojos. Y sin embargo ahí estará, para siempre, la antigua discusión sobre si una traducción es todavía obra del escritor, o si esa autoría debe ser compartida con quien la interpretó y tradujo a una segunda lengua.

En lo que ambas corrientes concuerdan es en una instrucción básica, eje del oficio: el traductor persigue la invisibilidad. En Tradautorías de Cien años de soledad (2012), la catedrática brasilera Solange Mittmann lo explica de esta manera: “cuando el lector tiene el texto traducido en sus manos (las formulaciones del traductor, por lo tanto), lee como si estuviera en contacto directo con lo que el autor dijo originalmente. Para mantenerse en la comodidad de esa ilusión, en el olvido de que está frente a las formulaciones del traductor, desea el desvanecimiento de cualquier vestigio del trabajo de traducción”. Unos párrafos más adelante, en el mismo artículo, Mittmann reconoce que hay cierto consenso sobre la interacción del traductor con la obra: se trata de un lector y por lo tanto tiene solo una o varias, pero nunca todas las interpretaciones posibles del libro. La intervención del traductor es inevitable; hacerlo con el delicado tacto de los maestros imitadores de la pintura es su objetivo.

El texto de Mittmann continúa haciendo una comparación de las dos traducciones al portugués de la novela Cien años de soledad. Alcanza su momento más cálido cuando presenta un mano a mano entre Eric Nepomuceno y Eliane Zagury, los traductores, enfrentados en esta línea crucial: “Eran otra vez las hojas de cuaderno rezurcidas con garrapatitas moradas, en la cuales dedicaba un párrafo especial a cada uno”. Nepomuceno traduce “garrapatitas moradas” como “carrapatinhos roxos”, y con ello suprime la dualidad entre garrapata y garrapato; Zagury, en cambio, prefiere “garranchinhos roxos”, pero debe agregar una extensa nota al píe para explicar al lector en lengua portuguesa que se trata de un juego de palabras.

Sergio Bolaños Cuéllar, doctor en Lingüística y profesor de la Universidad Nacional de Colombia, publicó en 2010 el artículo titulado "Translation norms in Grabriel García Márquez’s Cien años de soledad", en el que repasa las traducciones más famosas del nobel de 1982 al inglés, alemán, francés, ruso y portugués. Sobre la traducción de Zagury, Bolaños resalta que fue la única para la que la traductora entró en contacto con el autor. Y anota esta interesante lista: “garrapatitas moradas” fue traducido “purple scribbling” en inglés, “Maulbeerfarbenem Gekleckse” en alemán, “gribouillis violets” en francés y “фиoлетoBыми kaрakyлями” en ruso.

Nepomuceno, escritor y traductor brasilero, amigo personal de García Márquez, también contó con la asesoría del nobel para su traducción, que vino a ser la equivalente en portugués de la edición conmemorativa de los 40 años desde su publicación.

Ambas versiones, a decir verdad, riñen menos de lo que se complementan. Pero quizá los lectores en lengua portuguesa del escritor colombiano no dejen de pensar, con nostalgia, con saudade, en las incomprensibles garrapatitas moradas del sabio catalán, que nadie sabe por qué escribía solo con tinta violeta en cuadernos escolares, y que tal vez le dio a su caligrafía ese aspecto a garrapatitas para que Germán y Aureliano entendieran su deseo de aferrarse a Macondo, al Caribe, a América Latina, aunque ya estuviera embarcado en el navío que lo regresaba a España, con todo y sus tres cajones repletos de libros, después de un exilio que todos imaginaban interminable.


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JUAN VILLAMIL | Escritor y Redactor de El espectador| Publicado el 6 de junio de 2013

¿Cuánto del propio traductor hay en las páginas de una obra traducida? En la belleza –y la desolación– de estos versos: Aguardo, ecuánime, lo que no conozco/ mi futuro y el de todo/ En el final todo será silencio, salvo/ donde el mar bañe la nada, ¿cuánto hay de Ricardo Reis y cuánto del traductor, que no vemos? ¡¿Cuánto de Fernando Pessoa?! ¿Cuánto de Alberto Caeiro y de Álvaro de Campos? Tal vez no hemos leído a José Saramago en realidad. La parca de Las intermitencias de la muerte, ¿en qué versión mata con el contacto de un beso, compungida, a una bellísima agonizante? Y el hombre duplicado, ¿fue tantas veces duplicado en su versión original?

Son preguntas al aire, que mil estudiosos de la obra de Pessoa o Saramago podrían responder en un abrir y cerrar de ojos. Y sin embargo ahí estará, para siempre, la antigua discusión sobre si una traducción es todavía obra del escritor, o si esa autoría debe ser compartida con quien la interpretó y tradujo a una segunda lengua.

En lo que ambas corrientes concuerdan es en una instrucción básica, eje del oficio: el traductor persigue la invisibilidad. En Tradautorías de Cien años de soledad (2012), la catedrática brasilera Solange Mittmann lo explica de esta manera: “cuando el lector tiene el texto traducido en sus manos (las formulaciones del traductor, por lo tanto), lee como si estuviera en contacto directo con lo que el autor dijo originalmente. Para mantenerse en la comodidad de esa ilusión, en el olvido de que está frente a las formulaciones del traductor, desea el desvanecimiento de cualquier vestigio del trabajo de traducción”. Unos párrafos más adelante, en el mismo artículo, Mittmann reconoce que hay cierto consenso sobre la interacción del traductor con la obra: se trata de un lector y por lo tanto tiene solo una o varias, pero nunca todas las interpretaciones posibles del libro. La intervención del traductor es inevitable; hacerlo con el delicado tacto de los maestros imitadores de la pintura es su objetivo.

El texto de Mittmann continúa haciendo una comparación de las dos traducciones al portugués de la novela Cien años de soledad. Alcanza su momento más cálido cuando presenta un mano a mano entre Eric Nepomuceno y Eliane Zagury, los traductores, enfrentados en esta línea crucial: “Eran otra vez las hojas de cuaderno rezurcidas con garrapatitas moradas, en la cuales dedicaba un párrafo especial a cada uno”. Nepomuceno traduce “garrapatitas moradas” como “carrapatinhos roxos”, y con ello suprime la dualidad entre garrapata y garrapato; Zagury, en cambio, prefiere “garranchinhos roxos”, pero debe agregar una extensa nota al píe para explicar al lector en lengua portuguesa que se trata de un juego de palabras.

Sergio Bolaños Cuéllar, doctor en Lingüística y profesor de la Universidad Nacional de Colombia, publicó en 2010 el artículo titulado "Translation norms in Grabriel García Márquez’s Cien años de soledad", en el que repasa las traducciones más famosas del nobel de 1982 al inglés, alemán, francés, ruso y portugués. Sobre la traducción de Zagury, Bolaños resalta que fue la única para la que la traductora entró en contacto con el autor. Y anota esta interesante lista: “garrapatitas moradas” fue traducido “purple scribbling” en inglés, “Maulbeerfarbenem Gekleckse” en alemán, “gribouillis violets” en francés y “фиoлетoBыми kaрakyлями” en ruso.

Nepomuceno, escritor y traductor brasilero, amigo personal de García Márquez, también contó con la asesoría del nobel para su traducción, que vino a ser la equivalente en portugués de la edición conmemorativa de los 40 años desde su publicación.

Ambas versiones, a decir verdad, riñen menos de lo que se complementan. Pero quizá los lectores en lengua portuguesa del escritor colombiano no dejen de pensar, con nostalgia, con saudade, en las incomprensibles garrapatitas moradas del sabio catalán, que nadie sabe por qué escribía solo con tinta violeta en cuadernos escolares, y que tal vez le dio a su caligrafía ese aspecto a garrapatitas para que Germán y Aureliano entendieran su deseo de aferrarse a Macondo, al Caribe, a América Latina, aunque ya estuviera embarcado en el navío que lo regresaba a España, con todo y sus tres cajones repletos de libros, después de un exilio que todos imaginaban interminable.


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