La casa de los viejos
Hablar de la casa de los viejos
es emprender un camino
poco transitado. Demasiadas
molestias para tan poca novedad:
su geografía por agreste, el sol por inclemente,
la cuesta por demasiado empinada y polvorienta,
su soledad por estar anclada en un pueblo
que no aparece en la guía turística.
Comodidad y confort
no figuran entre sus atavíos.
Es modesta a la infinita potencia,
tosca en sus maneras y desarreglada en su apariencia.
No, de ningún modo,
jamás podría ser un destino turístico,
toda ella es carencia.
Desvencijadas sus puertas,
la casa de los viejos es poco segura.
En sus habitaciones nada de aroma a lavanda,
sólo la oquedad de lo añoso,
la majestuosidad de la ruina,
y la dignidad de saberse
el último ejemplar de su especie.
Qué temeridad envejecer!
Por las galerías en penumbra
sólo los gatos osan merodear
y en el patio se han marchitado las hortensias.
No, los turistas no vendrán.
La casa de los viejos,
antaño cobijo de propios y extraños,
nadie suele frecuentar.
Habría que volver al origen
para ser de otro modo.
Para sembrar otras guerras
y destruir otras gentes.
Habría que volver al principio
para mirar con otros ojos,
soñar otras vidas
y huir de otras muertes.
Otro lugar,
ojalá más afable,
donde el silencio más hondo
sea el rumor de las olas
y el horizonte más lejano
un cielo y un mar que se juntan.
En otra casa, en otro patio,
cercado por montañas menos altivas
y habitado por personas menos lejanas,
soñar, amar y vivir de otra endemoniada
manera, pero no así,
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