José Daniel Fonseca | Estudiante de Derechoe investigador| Publicado el 6 de junio de 2013

Para entonces, Antonio tenía una docena de lustros encima. Bajó por la escalinata de la casa y encontró al perro aturdido por el tenue sol de la mañana; aún estaba despertándose de los sueños húmedos por la lluvia de la noche. ¿Qué quién tuvo sueños húmedos, si el perro o el viejo? No lo sé, igual no me importa. Juzgue usted con sus propias ideas. Yo solo soy un ángel que deambula entre las historias que me piden contar. Soy el narrador que estaba sentado, en ese entonces, en la silla de hierro de la sala, mirando desde un ángulo ideal al viejo que observaba al canino virar la cabeza para verlo estornudar. ¿Quién estornudó? ¿El perro o el viejo? Da igual, de pronto hasta estornudaron al tiempo. Antonio terminó el trayecto que lo separaba del frío suelo. Caminó hacia la cocina siguiendo con sus pasos al fantasma de su propia rutina. Expectante estaba la cafetera, con el líquido negro, oscuro. Bien cargado sirvió el café, mientras en la entrada al patio, el canino se levantaba por fin a estirarse y sacudirse el rocío. Levantó el pocillo que en el contorno traía impregnado el paisaje de un páramo sin fin, de una montaña con agua que está congelada por un tiempo, pero que se derrite por el calor o por la respiración de los monstruos que habitan las urbes. Sorbió de a poco el café; estaba tan caliente que tuvo que ocultar la lengua corrugada entre los dientes de atrás para no quemarse. Siguió bebiendo mientras la mañana despertaba y el can lo observaba suplicante desde el suelo. Tenía una mirada tierna, dulce, especial; la de un acompañante mudo, que no se quejaba ni le reclamaba, tan solo le servía de compañía junto a la soledad. Mientras el perro se lamía las bolas, Antonio saboreó el último suspiro de la porcelana, disfrutando al ver que las gafas se le empañaban y, que de a poco, el efecto iba esfumándose al restablecerse la normalidad: donde no había café, ni había calenturas. Hizo el recorrido en reversa, se metió a la cama y se acarició los huesos. El viejo tenía que prepararse y salir a enfrentarse con la mortalidad. Mantenerse en este mundo y no en el otro. Viejo ridículo, cuando yo les puedo decir que hasta se parecen. También hay semáforos y dulces de guayaba; milhojas y mayonesa.
Cerró los ojos mientras yo, invisible, me acerqué sobrevolando la cama para poder verlo a la cara. Viejo marica; aunque eso no me consta. Tal vez tengo intervalos de sosiego y odio inaudible porque soy un resentido que conoce todo lo que sucede, pero que no puede vivir nada de lo que observa y describe con tanto ahínco. Antes afortunado Antonio al poder cerrar los ojos y dormir. Sus pupilas vieron de nuevo la luz y se levantó atravesándome un brazo con el suyo. Abrió el armario, sacó un pantalón mal planchado y una camisa blanca roída. Se vistió sin ganas, sin agua y sin aire. Se peinó un poco los escasos pelos canosos y se ajustó el cinturón. Cuando estuvo listo, se calzó unas sandalias y salió al pasillo. Bajando las escaleras se encontró al perro subiendo, y con un gesto cariñoso –el único que tuvo mientras lo observé- lo llamó para ponerle la correa. El perro era huesudo y flaco, pero tenía una belleza de altura, con las patas largas y el pelo bien arreglado por el agua. Hombre doméstico y animal domesticado estaban listos, al borde de la puerta, que es igual que estar al borde de un abismo. Cerró con candado y echó a andar por la carrera cincuenta con cuarenta y cinco. Se dirigía al médico, a una cita de control regular. Caminaba despacio y cabizbajo, al igual que el perro. Eran los dos un reflejo del mismo espejo.
En el cruce con la carrera treinta y cuatro, el viejo levantó la cara al sentir que un objeto del cielo le había golpeado la mano. Ahora llovía mientras los dos caminaban por la acera y volvían al estado natural. Siguieron moviéndose, jadeantes y cansados, hasta que llegaron al parque Rocío Infante. Era un espacio pequeño, de dos por tres cuadras, arborizado a medias y con los pastos pelados por los niños. Antonio decidió sentarse a descansar en una banca. Los dioses de arriba dejaron de llorar. Mientras él se detenía, el mundo seguía con los buses repletos y las almas vacías. El perro estaba sentado en frente. Con la lengua afuera, caída, miró hacia la izquierda y vio la silueta de una mujer. El viejo siguió la dirección de los ojos a blanco y negro, y viró a la derecha. La ceguera de ambos los hacía distinguir pocos detalles. Cuando la mujer se acercó, resultó ser joven y estudiante. Traía un uniforme celeste de médica o de enfermera. El perro ladró con esfuerzo y entretanto el Antonio lo callaba con una amenaza del periódico que había llevado bajo el brazo. La mujer se acercó más, hasta el punto en que la vimos con claridad. Sus ojos eran negros y profundos, mientras la piel, blanca en la superficie, se veía suave y delicada. El cabello rojo penetraba los deseos oxidados de Antonio, y el cuerpo, indescifrable bajo la pantomima de aquel disfraz, le excitó. ¿Cómo sé que se le paró? No estoy seguro, porque el pantalón arrugado era ancho y el pene del viejo pequeño y vencido. Lo inevitable fue notar el anhelo suplicante que se reflejaba en sus ojos hacia las carnes de la muchacha. El cabello maldito de ella estaba libre y se movía por el viento. Luego de encarcelar al pelo en una moña, se agachó y empezó a acariciar al perro. El viejo veía ahora las nalgas marcadas en el pantalón e incluso notaba la ropa interior. La pelirroja le habló. Le preguntó por el perro, que como se llamaba; la rutina de los encuentros furtivos gracias a los canes. Antonio la miró ahora a los ojos y se quedó callado. No podía lucubrar un comentario sincero, ni mucho menos un engaño, los cuales, al fin y al cabo, son lo mismo. Agachó la cabeza y esperó a que la muchacha se fuera. El perro desubicado por el placer de las manos, estaba echado en el piso haciendo una expresión de paz y tranquilidad. La muchacha no entendió la reacción, habló nuevamente, lo recriminó, le dijo que era un grosero y se fue indignada. Entretanto se alejaba, el viejo subió la mirada otra vez y observó la cola de nuevo. Al parecer se sintió tan miserable que se levantó y realizó el mismo trayecto en sentido contrario. De vuelta estaba lo mismo. Las mismas calles contaminadas de gente; los autos, con su ponzoña a gas, infestando a la naturaleza; y las personas seguían andando y destruyéndose sin saberlo. Caminaron mucho más rápido, tanto, que el perro llegó a tomar agua desesperado. Del tapete de entrada había recogido una carta del centro médico. La abrió y mientras leía, me ubiqué al lado de su cuello para espiar. Era una sentencia que reveló el carácter variable y efímero de la vida. Empezó a toser fuerte, atragantándose con la mezcla entre sangre y saliva. Reconoció el mensaje: el tiempo era entonces, un cúmulo de promesas a futuro sin certezas del presente. Giró la cabeza, levantó la cara con firmeza y me vio. Cuando me reconoció, tuve que dispararle un infarto y de súbito se derrumbó sobre la sala. El perro, también viejo, le lamió la cara varias veces y la lluvia empezó a caer para mezclarse con la sangre invisible que brotaba de su pecho; era su corazón desgarrándose de olvido. Antonio se levantó después de tres horas, pero el cuerpo se quedó inerte en el mismo lugar. Huracanados vientos le susurraban al oído.
José Daniel Fonseca | Estudiante de Derechoe investigador| Publicado el 6 de junio de 2013

Para entonces, Antonio tenía una docena de lustros encima. Bajó por la escalinata de la casa y encontró al perro aturdido por el tenue sol de la mañana; aún estaba despertándose de los sueños húmedos por la lluvia de la noche. ¿Qué quién tuvo sueños húmedos, si el perro o el viejo? No lo sé, igual no me importa. Juzgue usted con sus propias ideas. Yo solo soy un ángel que deambula entre las historias que me piden contar. Soy el narrador que estaba sentado, en ese entonces, en la silla de hierro de la sala, mirando desde un ángulo ideal al viejo que observaba al canino virar la cabeza para verlo estornudar. ¿Quién estornudó? ¿El perro o el viejo? Da igual, de pronto hasta estornudaron al tiempo. Antonio terminó el trayecto que lo separaba del frío suelo. Caminó hacia la cocina siguiendo con sus pasos al fantasma de su propia rutina. Expectante estaba la cafetera, con el líquido negro, oscuro. Bien cargado sirvió el café, mientras en la entrada al patio, el canino se levantaba por fin a estirarse y sacudirse el rocío. Levantó el pocillo que en el contorno traía impregnado el paisaje de un páramo sin fin, de una montaña con agua que está congelada por un tiempo, pero que se derrite por el calor o por la respiración de los monstruos que habitan las urbes. Sorbió de a poco el café; estaba tan caliente que tuvo que ocultar la lengua corrugada entre los dientes de atrás para no quemarse. Siguió bebiendo mientras la mañana despertaba y el can lo observaba suplicante desde el suelo. Tenía una mirada tierna, dulce, especial; la de un acompañante mudo, que no se quejaba ni le reclamaba, tan solo le servía de compañía junto a la soledad. Mientras el perro se lamía las bolas, Antonio saboreó el último suspiro de la porcelana, disfrutando al ver que las gafas se le empañaban y, que de a poco, el efecto iba esfumándose al restablecerse la normalidad: donde no había café, ni había calenturas. Hizo el recorrido en reversa, se metió a la cama y se acarició los huesos. El viejo tenía que prepararse y salir a enfrentarse con la mortalidad. Mantenerse en este mundo y no en el otro. Viejo ridículo, cuando yo les puedo decir que hasta se parecen. También hay semáforos y dulces de guayaba; milhojas y mayonesa.
Cerró los ojos mientras yo, invisible, me acerqué sobrevolando la cama para poder verlo a la cara. Viejo marica; aunque eso no me consta. Tal vez tengo intervalos de sosiego y odio inaudible porque soy un resentido que conoce todo lo que sucede, pero que no puede vivir nada de lo que observa y describe con tanto ahínco. Antes afortunado Antonio al poder cerrar los ojos y dormir. Sus pupilas vieron de nuevo la luz y se levantó atravesándome un brazo con el suyo. Abrió el armario, sacó un pantalón mal planchado y una camisa blanca roída. Se vistió sin ganas, sin agua y sin aire. Se peinó un poco los escasos pelos canosos y se ajustó el cinturón. Cuando estuvo listo, se calzó unas sandalias y salió al pasillo. Bajando las escaleras se encontró al perro subiendo, y con un gesto cariñoso –el único que tuvo mientras lo observé- lo llamó para ponerle la correa. El perro era huesudo y flaco, pero tenía una belleza de altura, con las patas largas y el pelo bien arreglado por el agua. Hombre doméstico y animal domesticado estaban listos, al borde de la puerta, que es igual que estar al borde de un abismo. Cerró con candado y echó a andar por la carrera cincuenta con cuarenta y cinco. Se dirigía al médico, a una cita de control regular. Caminaba despacio y cabizbajo, al igual que el perro. Eran los dos un reflejo del mismo espejo.
En el cruce con la carrera treinta y cuatro, el viejo levantó la cara al sentir que un objeto del cielo le había golpeado la mano. Ahora llovía mientras los dos caminaban por la acera y volvían al estado natural. Siguieron moviéndose, jadeantes y cansados, hasta que llegaron al parque Rocío Infante. Era un espacio pequeño, de dos por tres cuadras, arborizado a medias y con los pastos pelados por los niños. Antonio decidió sentarse a descansar en una banca. Los dioses de arriba dejaron de llorar. Mientras él se detenía, el mundo seguía con los buses repletos y las almas vacías. El perro estaba sentado en frente. Con la lengua afuera, caída, miró hacia la izquierda y vio la silueta de una mujer. El viejo siguió la dirección de los ojos a blanco y negro, y viró a la derecha. La ceguera de ambos los hacía distinguir pocos detalles. Cuando la mujer se acercó, resultó ser joven y estudiante. Traía un uniforme celeste de médica o de enfermera. El perro ladró con esfuerzo y entretanto el Antonio lo callaba con una amenaza del periódico que había llevado bajo el brazo. La mujer se acercó más, hasta el punto en que la vimos con claridad. Sus ojos eran negros y profundos, mientras la piel, blanca en la superficie, se veía suave y delicada. El cabello rojo penetraba los deseos oxidados de Antonio, y el cuerpo, indescifrable bajo la pantomima de aquel disfraz, le excitó. ¿Cómo sé que se le paró? No estoy seguro, porque el pantalón arrugado era ancho y el pene del viejo pequeño y vencido. Lo inevitable fue notar el anhelo suplicante que se reflejaba en sus ojos hacia las carnes de la muchacha. El cabello maldito de ella estaba libre y se movía por el viento. Luego de encarcelar al pelo en una moña, se agachó y empezó a acariciar al perro. El viejo veía ahora las nalgas marcadas en el pantalón e incluso notaba la ropa interior. La pelirroja le habló. Le preguntó por el perro, que como se llamaba; la rutina de los encuentros furtivos gracias a los canes. Antonio la miró ahora a los ojos y se quedó callado. No podía lucubrar un comentario sincero, ni mucho menos un engaño, los cuales, al fin y al cabo, son lo mismo. Agachó la cabeza y esperó a que la muchacha se fuera. El perro desubicado por el placer de las manos, estaba echado en el piso haciendo una expresión de paz y tranquilidad. La muchacha no entendió la reacción, habló nuevamente, lo recriminó, le dijo que era un grosero y se fue indignada. Entretanto se alejaba, el viejo subió la mirada otra vez y observó la cola de nuevo. Al parecer se sintió tan miserable que se levantó y realizó el mismo trayecto en sentido contrario. De vuelta estaba lo mismo. Las mismas calles contaminadas de gente; los autos, con su ponzoña a gas, infestando a la naturaleza; y las personas seguían andando y destruyéndose sin saberlo. Caminaron mucho más rápido, tanto, que el perro llegó a tomar agua desesperado. Del tapete de entrada había recogido una carta del centro médico. La abrió y mientras leía, me ubiqué al lado de su cuello para espiar. Era una sentencia que reveló el carácter variable y efímero de la vida. Empezó a toser fuerte, atragantándose con la mezcla entre sangre y saliva. Reconoció el mensaje: el tiempo era entonces, un cúmulo de promesas a futuro sin certezas del presente. Giró la cabeza, levantó la cara con firmeza y me vio. Cuando me reconoció, tuve que dispararle un infarto y de súbito se derrumbó sobre la sala. El perro, también viejo, le lamió la cara varias veces y la lluvia empezó a caer para mezclarse con la sangre invisible que brotaba de su pecho; era su corazón desgarrándose de olvido. Antonio se levantó después de tres horas, pero el cuerpo se quedó inerte en el mismo lugar. Huracanados vientos le susurraban al oído.
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