martes, 4 de junio de 2013

En espectro

HENRY FORERO  | Filósofo, abogado, semiólogo y docente| Publicado el 6 de junio de 2013
Sueño de Magritte (2007)| Alexander Martínez 
Este cristal aguarda ser sorbido…
Cesar Vallejo.


Reclutado por la vida, sabía quién era.

Preciso y educado en sus respuestas, no temía al afuera, pues simple y elegante, conocía caminos, formas y las más importantes luces reales.

Sus días eran enormes. La claridad atmosférica y espectral le señalaba el buen retorno.

No creía en coincidencias. Se sentía vivo, único y macizo.

Se ufanaba de su sanguinolencia. Frente a todo, desparramaba su vida: atómicamente expresivo: químicamente generoso.

Las mañanas eran particularmente desiertas y buscaba músicas.

Seducía parlantes y discos nuevos. Deleitaba a las circundantes formas. Era un poco de aquello y además era él. Tenía que serlo, lo temía.

Aun así, ahí estaba siempre. Sin ser reconocido. Expectante y profundamente incierto. Pendiendo de él y construyendo las más hermosas e innegables imágenes. Su interior era reducido pero perpetuo; aunque sin desearlo, semejante y similar. Nada serio, pero ordinariamente impensable: estaba y aguardaba: Opaco y desértico.

Se escondía, ensimismado y escabroso: ajeno y alterno. Esperaba. Nada y todo. Sin fuentes dobles ni reveses descoloridos.

Por eso,  el requiebre vivencial fue tan dulcemente violento, que la llaga palpitante originó un pensamiento y una invidente conmoción.

Para esto tenía que preexistir e instituirse. Su arquetipo era más gracioso y fláccido. No reconocía. La consternación modificó el aliento y cubrió con un paño vacío aquella vicefigura, en un mundo en cualquier parte, no menos en este. No toleraba la retrasada, renovada y reticente idea de una posibilidad doble de trasgo.
Era mentira y aunque aplastante: indudable y fastidiosa o formal e incierta.

Su engendra capacidad aumentó e intentó desubicarlo de la racha de savia, luz, ruidos y formas. La opacidad y el voluptuoso silencio fueron sus hilarantes respuestas al desencuentro. Proyectos que siempre-nunca tuvo y que concibió apenas cuando estalló en afán y en imágenes.

Permanecía compacto. Desentendía su voz.

Desopilante y espectral se emborrachó con colores sentimentales y fuerzas húmedas. Sin embargo, y aun a pesar de su fatigado asombro, seguía sin someterse a su gráfica especulación, conservando ésta la inmortal tranquilidad del esfuerzo yermo, de la sutileza inerme, febrilmente repetidora y única, a más de ser doble. Su voz era la ya propia y misma: sin importancia y propicia para la garantía de atropello fantástico. Quiso degustar la indignación pálida del castigo reproducido, pero su reflejo disimulaba el enojo y manifestaba una grata y útil recordación. Lo sentía como una provocación y lo exhortó a apagarse en sus oídos. Su tabla de ilusión sonrió y clamó por una tregua lánguida y corporal, de tactos nuevos y visiones relajadas como unánime y monomaniaca.

Para él todo era obtuso y sinuoso y constreñía su credulidad para el gobierno del espacio, del murmullo y del reflejo exangüe.

Su cristal de mirada murmuraba colores que desfilaban en aparentes círculos o en movimientos desconocidos. Continuaba impávido el orden profundo y resoluto de la experiencia impotable y en potencia. Y sin notarlo, la danza amorfa lo orientó hasta inventar un aspecto complexo e  innecesario en su ripia de cristal. Desapareció y percibió cómo éste se multiplicó, se fraccionó y se incorporó en sí mismo, ingresando en una fusión de él.

Jamás sintió necesidad de ensayar extranjeros o fugitivos goces de miradas proscritas y laudatorias. Su sorprendente espejo era eso: muscular y oral, insondable y marginal, tan de su propia índole. Sumergiéndose en una intrincada y paulatina autoexequia, se hizo imborrable e indecible; como en un remanso de entelequia: desbordando la finita unidad de su silenciosa figuración emblemática, al unísono y a una voz.


Su boca dio –y sus ojos– cuanto pudo,
al sonoro cristal- al cristal mudo.
Góngora.

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HENRY FORERO  | Filósofo, abogado, semiólogo y docente| Publicado el 6 de junio de 2013
Sueño de Magritte (2007)| Alexander Martínez 
Este cristal aguarda ser sorbido…
Cesar Vallejo.


Reclutado por la vida, sabía quién era.

Preciso y educado en sus respuestas, no temía al afuera, pues simple y elegante, conocía caminos, formas y las más importantes luces reales.

Sus días eran enormes. La claridad atmosférica y espectral le señalaba el buen retorno.

No creía en coincidencias. Se sentía vivo, único y macizo.

Se ufanaba de su sanguinolencia. Frente a todo, desparramaba su vida: atómicamente expresivo: químicamente generoso.

Las mañanas eran particularmente desiertas y buscaba músicas.

Seducía parlantes y discos nuevos. Deleitaba a las circundantes formas. Era un poco de aquello y además era él. Tenía que serlo, lo temía.

Aun así, ahí estaba siempre. Sin ser reconocido. Expectante y profundamente incierto. Pendiendo de él y construyendo las más hermosas e innegables imágenes. Su interior era reducido pero perpetuo; aunque sin desearlo, semejante y similar. Nada serio, pero ordinariamente impensable: estaba y aguardaba: Opaco y desértico.

Se escondía, ensimismado y escabroso: ajeno y alterno. Esperaba. Nada y todo. Sin fuentes dobles ni reveses descoloridos.

Por eso,  el requiebre vivencial fue tan dulcemente violento, que la llaga palpitante originó un pensamiento y una invidente conmoción.

Para esto tenía que preexistir e instituirse. Su arquetipo era más gracioso y fláccido. No reconocía. La consternación modificó el aliento y cubrió con un paño vacío aquella vicefigura, en un mundo en cualquier parte, no menos en este. No toleraba la retrasada, renovada y reticente idea de una posibilidad doble de trasgo.
Era mentira y aunque aplastante: indudable y fastidiosa o formal e incierta.

Su engendra capacidad aumentó e intentó desubicarlo de la racha de savia, luz, ruidos y formas. La opacidad y el voluptuoso silencio fueron sus hilarantes respuestas al desencuentro. Proyectos que siempre-nunca tuvo y que concibió apenas cuando estalló en afán y en imágenes.

Permanecía compacto. Desentendía su voz.

Desopilante y espectral se emborrachó con colores sentimentales y fuerzas húmedas. Sin embargo, y aun a pesar de su fatigado asombro, seguía sin someterse a su gráfica especulación, conservando ésta la inmortal tranquilidad del esfuerzo yermo, de la sutileza inerme, febrilmente repetidora y única, a más de ser doble. Su voz era la ya propia y misma: sin importancia y propicia para la garantía de atropello fantástico. Quiso degustar la indignación pálida del castigo reproducido, pero su reflejo disimulaba el enojo y manifestaba una grata y útil recordación. Lo sentía como una provocación y lo exhortó a apagarse en sus oídos. Su tabla de ilusión sonrió y clamó por una tregua lánguida y corporal, de tactos nuevos y visiones relajadas como unánime y monomaniaca.

Para él todo era obtuso y sinuoso y constreñía su credulidad para el gobierno del espacio, del murmullo y del reflejo exangüe.

Su cristal de mirada murmuraba colores que desfilaban en aparentes círculos o en movimientos desconocidos. Continuaba impávido el orden profundo y resoluto de la experiencia impotable y en potencia. Y sin notarlo, la danza amorfa lo orientó hasta inventar un aspecto complexo e  innecesario en su ripia de cristal. Desapareció y percibió cómo éste se multiplicó, se fraccionó y se incorporó en sí mismo, ingresando en una fusión de él.

Jamás sintió necesidad de ensayar extranjeros o fugitivos goces de miradas proscritas y laudatorias. Su sorprendente espejo era eso: muscular y oral, insondable y marginal, tan de su propia índole. Sumergiéndose en una intrincada y paulatina autoexequia, se hizo imborrable e indecible; como en un remanso de entelequia: desbordando la finita unidad de su silenciosa figuración emblemática, al unísono y a una voz.


Su boca dio –y sus ojos– cuanto pudo,
al sonoro cristal- al cristal mudo.
Góngora.

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