lunes, 13 de mayo de 2013

Curiosidad

DIEGO FERNANDO GALVIS ARIZA| Escritor| Publicado el 6 de junio de 2013


Fue a una tienda que tenía un letrero borroso sobre la entrada donde no se sabía si era una efe o una ere lo que tenía impreso. Se revisaba los bolsillos y palpaba las monedas de cincuenta y doscientos. Pidió un par de pilas doble A, un paquete de papas mayonesa y una presto-barba. En el espacio entre las palabras “pilas” y “mayonesa” entró una chica con el cabello pintado de amarillo con raíces de tres centímetros, miró para todos lados, pidió dos papas, una zanahoria y si había limón-mandarina. Julio contaba las monedas que había puesto sobre la vitrina para pagar. La chica del cabello pintado no dejaba de moverse haciendo gestos y manoseando verduras, se acercó a la vitrina para fingir que miraba dulces y alcanzó a rozar su hombro con el de Julio.
            –Discúlpame –dijo la chica entre una sonrisa de dientes apretados.
            – ¿Disculparte por qué?
            –Por empujarte, a veces me distraigo un poco. No era mi intención.
            –Son tres mil cuatrocientos –dijo el hombre detrás de la vitrina.
Julio terminó de contar en dos mil ochocientos y fue en vano revisarse dos veces más cada bolsillo.
            –Necesito las pilas y este bigote no me cuadra –le intentó explicar Julio al hombre detrás de la vitrina-. ¿Me podría fiar lo que hace falta? 
            –La última vez que fie fue hace 8 años. A veces la veo pasar como si nada a comprar a la otra tienda de la esquina. No fío, mañana sí, ¿no se da cuenta del letrero?
            – ¿Cómo te llamas? –le preguntó la chica del cabello pintado a Julio.
            ­ –Miércoles.
            –No te creo.
            –Mi nombre por seiscientos pesos.
            – ¿Eso vales?
            –Vecino, puede dejar las papas y llevar solamente las pilas y la cuchilla –dijo el hombre detrás de la vitrina.
            –Imposible, las papas no.
            –Señor: ¿cuánto cuesta lo mío?
            –mil cuatrocientos, mi reina.
La chica del cabello pintado de amarillo, de su bolso sacó un celular, miró la hora y lo apagó. Sacó un billete de dos mil y se lo dio al hombre detrás de la vitrina.
            –Pago lo mío y lo que debe Miércoles.
            –Ahora sí ¿cómo te llamas?
            –Julio.
            –No te creo.
            –Dime un número del tres al veintisiete.
            –Tres más cuatro por dos.
Julio tomó una bolsa azul en donde el hombre detrás de la vitrina había puesto sus cosas compradas y caminó hasta la entrada. Lo siguió la chica del cabello pintado.
            –Me gusta tu cabello pero no el color. Me llamo Julio ¿y tú?
            –No te creo, me debes seiscientos. ¿Para qué son las pilas?
        –Ya te pagué –dijo Julio destapando el paquete de papas–. Te di una pequeña sensación de libertad, dejándote ver a Dios en el instante que rosaste mi feliz miseria.
            –Me causaste curiosidad cuando entré y te vi contando las monedas.
            –La curiosidad es un postre que se come despacio.
Julio puso la papa de mayonesa más grande del paquete en la boca de la chica del cabello pintado de amarillo, dio media vuelta hacia la izquierda y se fue silbando un blues, meneando ligeramente la cabeza. La chica masticó la papa y se quedó mirando hasta que dobló la esquina.


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DIEGO FERNANDO GALVIS ARIZA| Escritor| Publicado el 6 de junio de 2013


Fue a una tienda que tenía un letrero borroso sobre la entrada donde no se sabía si era una efe o una ere lo que tenía impreso. Se revisaba los bolsillos y palpaba las monedas de cincuenta y doscientos. Pidió un par de pilas doble A, un paquete de papas mayonesa y una presto-barba. En el espacio entre las palabras “pilas” y “mayonesa” entró una chica con el cabello pintado de amarillo con raíces de tres centímetros, miró para todos lados, pidió dos papas, una zanahoria y si había limón-mandarina. Julio contaba las monedas que había puesto sobre la vitrina para pagar. La chica del cabello pintado no dejaba de moverse haciendo gestos y manoseando verduras, se acercó a la vitrina para fingir que miraba dulces y alcanzó a rozar su hombro con el de Julio.
            –Discúlpame –dijo la chica entre una sonrisa de dientes apretados.
            – ¿Disculparte por qué?
            –Por empujarte, a veces me distraigo un poco. No era mi intención.
            –Son tres mil cuatrocientos –dijo el hombre detrás de la vitrina.
Julio terminó de contar en dos mil ochocientos y fue en vano revisarse dos veces más cada bolsillo.
            –Necesito las pilas y este bigote no me cuadra –le intentó explicar Julio al hombre detrás de la vitrina-. ¿Me podría fiar lo que hace falta? 
            –La última vez que fie fue hace 8 años. A veces la veo pasar como si nada a comprar a la otra tienda de la esquina. No fío, mañana sí, ¿no se da cuenta del letrero?
            – ¿Cómo te llamas? –le preguntó la chica del cabello pintado a Julio.
            ­ –Miércoles.
            –No te creo.
            –Mi nombre por seiscientos pesos.
            – ¿Eso vales?
            –Vecino, puede dejar las papas y llevar solamente las pilas y la cuchilla –dijo el hombre detrás de la vitrina.
            –Imposible, las papas no.
            –Señor: ¿cuánto cuesta lo mío?
            –mil cuatrocientos, mi reina.
La chica del cabello pintado de amarillo, de su bolso sacó un celular, miró la hora y lo apagó. Sacó un billete de dos mil y se lo dio al hombre detrás de la vitrina.
            –Pago lo mío y lo que debe Miércoles.
            –Ahora sí ¿cómo te llamas?
            –Julio.
            –No te creo.
            –Dime un número del tres al veintisiete.
            –Tres más cuatro por dos.
Julio tomó una bolsa azul en donde el hombre detrás de la vitrina había puesto sus cosas compradas y caminó hasta la entrada. Lo siguió la chica del cabello pintado.
            –Me gusta tu cabello pero no el color. Me llamo Julio ¿y tú?
            –No te creo, me debes seiscientos. ¿Para qué son las pilas?
        –Ya te pagué –dijo Julio destapando el paquete de papas–. Te di una pequeña sensación de libertad, dejándote ver a Dios en el instante que rosaste mi feliz miseria.
            –Me causaste curiosidad cuando entré y te vi contando las monedas.
            –La curiosidad es un postre que se come despacio.
Julio puso la papa de mayonesa más grande del paquete en la boca de la chica del cabello pintado de amarillo, dio media vuelta hacia la izquierda y se fue silbando un blues, meneando ligeramente la cabeza. La chica masticó la papa y se quedó mirando hasta que dobló la esquina.


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